Una punzada. Dos. Tres. Continuas, no contiguas. Se convierten en una correa de cuero que se aprieta poco a poco. Hierve la sangre que sube por el cuello. No es un ardor agudo y definido. Es una nube color verde contaminado que anda lentamente, gas tóxico. Mortal. No deja ni dormir ni hacer nada. Ni pensar. No se escucha lo dicho, ni lo hecho. El ojo derecho se cierra un poco del insoportable martirio. Las palmas sudan heladas. El codo tiembla y uno de los puños apunta directo a la sien derecha. Finalmente tira del gatillo. Se escucha un grito grave, corto, acompañado del siseo fatal de la punta metálica que traspasa el hueso para dejar salir una nube espesa, casi líquida. Color pardo, sucio. Cae sobre el suelo, salpicando las paredes del cuarto de baño.
Descanso. Sueño. Suelo helado en las mejillas.
Qué pasó aquí, caray, este lado es nuevo. Está bien. Hazlo más frío.
ResponderEliminarFue María. Mis manos sudan, pero tngo frío.
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