Salir del zoológico. Salgo solo porque tengo otras cosas que hacer. Ya no soy importante, sino que me vuelvo más gris. Cada vez me diluyo más entre las personas y me convierto en polvo seco y caluroso. Llegué una hora tarde por culpa del tráfico y llegaré hora y media tarde a mi destino por culpa del tráfico. Ya no importa. Pienso en el retorno. Mircea Eliade y Heráclito y las culturas antiguas añoraban la plenitud perdida y por eso querían un eterno retorno. Pero odio la idea de que no soy único y habrá otro como yo, que haga exactamente lo mismo que yo, que se canse del calor y pierda dos horas y media de su vida en el tráfico. Y de cualquier manera sería alguien gris; su nombre no sería recordado. No importarían los tenis grises, la botella de agua –diez pesos, litro y medio– en la mano izquierda, los pantalones Calvin Klein –Calvin bootcut, slim fit, 31– que tanto quiso, los ojos comunes pero profundos, el cabello desarreglado, el sudor en la espalda. No importaría, retornará en algún momento y no importaría; no tendría por qué importar. Nietzsche ganaría la batalla. Si estoy condenado al mismo beso una y otra vez, nada importa, pero quiero que importe.
Mircea Eliade lo notó: el retorno es un deseo, una añoranza. No deseo el retorno. Deseo cada instante como único e irrepetible. Que el beso sólo se mantenga vivo en la memoria y viva en los labios por veinte segundos y luego caminar entre la gente a la que no le importo y no me importa. Alguien más podría comprar la botella de agua y nada cambiaría. Nadie preguntaría quién es el chico que camina y se pierde en sus propios laberintos a pesar de que conoce la salida. Luego Dios, el ser sin nombre ni rostro asoma su mirada, pero se mantiene a la distancia. Como si tuviera miedo.
Después es mejor la alternancia: la caminata gris entre el calor y la gente para llegar a un carro caliente y una hora de tráfico. Mejor sufrir ahora, porque cuando la balanza se incline hacia el otro lado –y, necesariamente, se inclinará– tendré el beso en la mano y la sonrisa en los dientes. Ahora no: caminar de forma gris entre la gente y hacia el carro. Ahora debo añorar, esperar el retorno.
Mircea Eliade lo notó: el retorno es un deseo, una añoranza. No deseo el retorno. Deseo cada instante como único e irrepetible. Que el beso sólo se mantenga vivo en la memoria y viva en los labios por veinte segundos y luego caminar entre la gente a la que no le importo y no me importa. Alguien más podría comprar la botella de agua y nada cambiaría. Nadie preguntaría quién es el chico que camina y se pierde en sus propios laberintos a pesar de que conoce la salida. Luego Dios, el ser sin nombre ni rostro asoma su mirada, pero se mantiene a la distancia. Como si tuviera miedo.
Después es mejor la alternancia: la caminata gris entre el calor y la gente para llegar a un carro caliente y una hora de tráfico. Mejor sufrir ahora, porque cuando la balanza se incline hacia el otro lado –y, necesariamente, se inclinará– tendré el beso en la mano y la sonrisa en los dientes. Ahora no: caminar de forma gris entre la gente y hacia el carro. Ahora debo añorar, esperar el retorno.
I cried like a baby, porque soy una nena chillona. Espero el retorno, no sé si me guste o no el regreso, pero lo quiero. Vivir de nuevo el aburrimiento de la vacaciones, el dolor del corazón, las noches de insomnio, el Banquete de Platón, valdría la pena para volver a vivir de nuevo un beso, sólo uno. Un abrazo, sólo uno.
ResponderEliminarY sino recordarlo, el inmortal e irrepetible beso que podemos añorar siempre. El beso que siempre sera otro pero pensaremos que es el mismo tan solo para olvidar lo gris.
ResponderEliminar